jueves, 10 de septiembre de 2015

Eduardo Arroyo celebra y exorciza al tiempo


Celebración del tiempo (1965-2015), Poesía, Colección Péndulo de Arena, de Ediciones Vicio Perpetuo, Vicio Perfecto,  es la nueva colección en que se agrupa  la obra incoercible (nada menos que medio siglo) de quien no solo trabaja el verso, sino que ejerce el periodismo ensayístico y, a la vez, como infatigable animador cultural, tiene varios, múltiples despachos semanales.



Por Winston Orrillo

Callejas viejas,
               testigos impasibles
               por las que vagan nuestros espectros…”
E.A.

Nacido en el Callao, en 1948 nuestro autor es sociólogo por San Marcos, Magíster en Sociología por la PUCP, y Doctor en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por la Universidad Ricardo Palma (2012). No voy a citar, in extenso, su currículum que comprende varios doctorados honorarios y una suma de viajes (La Habana, Los Ángeles, Recife, Buenos Aires y Resistencia. Santiago de Chile), para el dictado de conferencias y cursillos.

Prefiero dedicarme al intento de exégesis de su poemario actual que- no vacilo en escribirlo- es una suerte de summa de la variada, multiforme, temática que él viene abordando, desde la fundamental mirada lírica, el ahondamiento en el substrátum filosófico (que, según Heidegger), se halla en toda poesía relevante ( qué es poetizar sino un intento de aproximarnos a lo cardinal de la vida.)

De este modo, una primera característica que emerge en este poemario, junto con la efectiva “celebración” del tiempo, es su propio exorcismo, pues ya un filósofo expresó que el hombre es “un ser en el tiempo”, y todo lo que en la vida acaece esta signado por su presencia permanente, inquietante.

De este modo, el vasto, inabarcable horizonte que discurre en las poco menos de cien páginas del volumen, comprende la continua búsqueda de los momentos especiales, que se suceden en la tierra, en el mar, en los bosques, en las ciudades, en el presente y en el futuro; en medio de la via crucis que significa existir y la lucha porque, entre nuestros dedos, como la arena o arenilla, no se nos vaya, precisamente, el tiempo, y no lo hayamos aprehendido y/o percibido cabalmente.

El poeta, en textos largos y cortos –se revela, por otra parte,  como un maestro en el hai-ku, que se halla tan de moda (especialmente tras la publicación de una antología mundial, en nuestro Perú, de este tipo de versos de origen nipón, florilegio publicado recientemente por el inteligente poeta y estudioso del verso, Gran Señor de Tayacaja: Carlos Zúñiga Segura).

En el libro, a cuya exégesis nos aproximamos, hay desgarramiento humano (habla del Gólgota), pesares múltiples, viaje a los orígenes, intento de aprehender el infinito ( en un poema que generosamente nos dedica y que, además, es una suerte de oda a la esperanza: el volumen es, y hay que decirlo de una vez, una suerte de epifanía, un canto de alabanza a la existencia, no obstante ser perfectamente lúcido en cuanto a todas sus anfractuosidades, a las “caídas tristes de los Cristos del alma).

Hay, pues, de todo en el volumen, y ya ha llegado la hora de decir que, en esto, tiene mucho que ver lo que podríamos llamar su “profesión civil”: Eduardo Arroyo es sociólogo, y algunos de sus textos más reconocidos son, precisamente, los dedicados a la exégesis de las contradicciones sociales, de las que se halla ahíta la presente realidad del abominable neoliberalismo, cuyo fin último parece ser la extinción del universo humano.

No obstante ello, en su libro hay una altísima cuota de lirismo, que se transparenta en las sinfonías de los pájaros: ruiseñores, jilgueros, colibríes, cuculíes tórtolas; así como parte de la férvida naturaleza: abedules, alhelíes, cipreses, praderas medio mágicas.

Mas también, por cierto, el universo humano: la familia –entrañable poema a su progenitora- a sus vástagos y a su compañera y musa indeleble: Débora Zambrano, en medio del silencio azul y las lomas líricas, mientras adviene la serenidad de la tarde amarilla…

Eduardo, asimismo, como que blande la paleta de pintor verbal, al describirnos, con preciosa enjundia, una tempestad, en medio de la cual se abre camino la voz de una flauta, a la que hacen coro el aullido de los lobos y diversas fieras.

El tiempo, siempre el tiempo: la tarde del domingo con el zureo de las palomas, haciéndole morder su soledad; mientras adviene la noche, en medio de los estertores del día, con “sus nubes claras que huyen en desbandada/ atropelladas por su aliento oscuro”

Un anochecer es motivo para un haiku delicioso, mas trascendentes:
     “Estrellas/ árboles,/ tus ojos/ y un silencio de muerte”.
Y en Despertar, arribamos a otro texto de la misma clase y categoría:
    “Volver del sueño/ rodeado de montes y nubes/ y respirar entre las ramas”.

Hay un poema dedicado a Jorge Pimentel que nos suena, ciertamente pleonástico. Su título:”Himno a la vida”… Y por qué lo decimos, porque TODO el libro es un himno a la vida, la celebración y exorcismo del tiempo humano y el culto a la justicia, a la democracia, y el voto incoercible por la salvación de la especie humana.

Eduardo –lo hemos conversado- piensa que no se debe hablar de la Generación del 60, pues deviene artificial esto de dividir a los grupos intelectuales por décadas. Y él, verbi gratia, se inclina por llamar, a la suya, la Generación del 68, en alusión, sin duda ninguna, al Mayo del 68 francéa. Nosotros preferimos denominar, a la nuestra, Generación del 60, en alusión a la integérrima y victoriosa Revolución Cubana, que triunfara, al hacer huir, el 1 de enero de 1959, con el rabo entre las piernas, al tirano Batista y a toda su cohorte de crápulas, asesinos profesionales, sicarios, torturadores y demás especímenes

Pero nuestro autor dedica encendidos versos “A la brava muchachada del 68”, de la que él mismo forma parte. Y, en ello, sirve –le sirve, nos sirve- su profesión de sociólogo pues nos permitirá aprehender las vicisitudes de un grupo humano en pleno trance de producción y combate.

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